Las raíces de los pueblos se hunden en las tierras que los vieron nacer. Pasan las generaciones y los siglos y, a pesar de los movimientos, los cambios y la evolución propia de los seres humanos, las raíces siguen allí, aferradas al espacio que las alimenta, que les permite florecer y dar frutos continuamente…
Allí, en ese medio, crecen sus culturas, moldeadas y marcadas por las condiciones externas, a las que deben conocer y adaptarse si pretenden sobrevivir. Esas culturas crean palabras para designar cada detalle de su alrededor; inventan espíritus que pueblan sus valles o sus bosques, sus bahías y sus salinas; dibujan caminos y senderos en su geografía; aprovechan sus plantas y animales para alimentarse, para sanar, para hacer sus casas y construir sus artefactos cotidianos… Cada cultura, por ende, es única en sí misma, y expresa, también en forma única, un pequeño o gran espacio, ése que ocupó o que ocupa, ése que la nutre, ése en el que hunde sus raíces humanas, que no se ven pero se sienten, en especial cuando se arrancan…
Un pueblo que pierde su cultura propia pierde su identidad, esos rasgos que lo convierten en quién es y lo diferencian del otro. Pierde su historia, las experiencias acumuladas a lo largo de vidas y vidas, el aprendizaje de los éxitos y errores, las pequeñas cosas cotidianas que construyen la existencia del Hombre… Pierde su pasado y su presente, y al mismo tiempo, pierde la capacidad para soñar, imaginar y planear su futuro… Un pueblo
sin su cultura y sin su identidad pierde todo, y cae en un limbo del cual le es difícil salir.
Los pueblos originarios de Latinoamérica han sentido esa pérdida a través de su propia sangre y en su propia memoria. El genocidio, la discriminación, la esclavitud, la exclusión, el olvido, la presión aculturadora, las deportaciones forzadas, todo ello aparece en aquellos relatos históricos que se permiten dar la voz a los silenciados. Muchos de ellos desaparecieron para siempre, y no son más que una sombra en el recuerdo y algún artefacto en los museos. Otros sobrevivieron físicamente, pero no soportaron el embate y tuvieron que olvidar quiénes eran para continuar su camino en una sociedad que les negaba sistemáticamente el derecho a ser ellos mismos. Los más afortunados -los menos- siguieron viviendo como si nada hubiera ocurrido. Y otros se adaptaron, preservando su cultura allí donde nadie pudiera tocarla y viviendo de acuerdo a las nuevas reglas, tomando lo mejor del nuevo modelo y evitando -si era posible- lo peor. Para ello, a veces lucharon y resistieron usando las mismas armas del dominador (que no siempre fue extranjero), y otras callaron e intentaron pasar desapercibidos.
Fuese como fuese, todos perdieron algo: sus tierras, su lengua, su historia, sus costumbres, su comida, su música, sus danzas, sus sabios, su porvenir… De alguna forma, sin embargo, algunos consiguieron elementos que les permitieron seguir andando, es decir, construyendo, manteniendo y fortificando un nuevo sendero en busca de la libre expresión de su forma de ser, sin barreras ni límites.
Hoy en día, la cuestión indígena sigue ahí, a nuestro lado, presente, con sus heridas abiertas o cerradas, con sus miles de facetas y abordajes posibles, con sus cientos de opiniones diversas, con sus orgullosos movimientos o sus silencios… Quizás ya no sea tiempo de recordar pasados vergonzosos, dolorosos y humillantes para todos, sino de construir presentes nuevos, en los cuáles podamos vivir lado a lado, aprendiendo los unos de los otros, y buscando la solución a los problemas y el disfrute de los éxitos en forma conjunta. El hecho de no recordar, no tiene que significar necesariamente olvidar, pues sólo (re)conociendo la historia de quienes nos precedieron podemos seguir elaborando la nuestra propia.
Las bibliotecas y los libros no han sido elementos extraños a los pueblos originarios latinoamericanos. De una u otra manera, todos ellos tuvieron medios de codificación y preservación de sus saberes, aunque fueran radicalmente diferentes a los modelos occidentales, generalmente considerados como “los mejores”. La oralidad, los “libros vivientes”, los khipus, las láminas de madera
o de fibras de ágave pintadas, las piedras talladas, los entramados de muchos tejidos... todos ellos fueron un esfuerzo por salvar la memoria del olvido, y por permitir que la información más valiosa pudiera trascender las vidas humanas y fuera útil a las generaciones venideras. El mismo objetivo persiguieron las bibliotecas, allí donde las hubo. Ambos medios fueron exitosos, cada uno a su medida.
En la actualidad, en el contexto de una “Sociedad de la Información” poblada de brechas cada vez más profundas, la biblioteca y el conocimiento adquieren un valor especial: el del poder que contiene toda información estratégica. El poder de cambiar, de solucionar, de desarrollar, y también de impedir nuevas caídas. El valor de estas herramientas para las sociedades indígenas es altísimo: significa no sólo recuperar, conservar y revitalizar su acervo cultural propio, sino también enseñarlo al resto de la sociedad, y aprender de ella. Significa la posibilidad de un diálogo entre iguales.
Lamentablemente, un alto porcentaje de la población indígena de nuestro continente continúa “del otro lado” de la barrera informativa y educativa. No son los únicos: muchos otros sectores se ven en desventaja en este sentido. Pero en el caso de los pueblos originarios, la barrera es doble: por un lado, la discriminación, la exclusión y el olvido no les permite acceder equitativamente a los bienes (in)formativos disponibles en la actualidad; por el otro, y por las mismas razones, su cultura continúa siendo relegada, y su identidad, negada
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